lunes, 5 de abril de 2010

Palabras en una maleta

La Cueva del Espantalobos es un lugar en los montes de Buñol que muy pocas personas conocen. De hecho los que la conocen nunca revelan su lugar exacto. Ni van acompañados a ese hermoso y enigmático lugar. Está casi en la cima de un escarpado montículo de roca lisa dividida en estratos desiguales pero armónicos. Se llega atravesando un riachuelo que termina en una pequeña cascada. En la cima aparecen a menudo las pocas cabras montesas que habitan en la Hoya. Se suele ver, en los días claros, a un macho de cuernos enrollados que observa desde las alturas el ir y venir de los bichos que habitan o se acercan a este lugar, incluidos algunos de nosotros. Lejos de allí, en el Barranco del Quisal, encontré la cabeza de una de ellas que no consiguió convertirse en trofeo. Me pregunté que fue del cuerpo.
La cueva hasta hace unos treinta años estaba habitada. Un ermitaño-según afirmaba él mismo- discípulo de un discípulo de un pintor que no recuerdo aún sabiéndole famoso, vivió allí casi doce años. Durante ese tiempo, además de buscar la paz que no encontró en las ciudades de diversos países, se dedicó a pintar con pigmentos primitivos y con las manos, escenas que miraba absorto en su día a día en la naturaleza. La cueva, de más de cinco metros de alta y quince de profundidad, es todo un homenaje a nuestros ancestros y a la sensibilidad. Ni un solo centímetro quedó sin pintar, como un gran mural que se encendía con la salida del sol y se apagaba al anochecer. Cada grieta, cada estalactita y estalagmita, cada socavón o saliente estaba aprovechado para conectar la forma y el color como un todo artístico, casi mágico.
Desde el barranco de Carcalín cuesta unas dos horas llegar allí. Provisto del material necesario volví a visitarla el pasado viernes santo, justo hacía treinta años que junto a dos amigos la descubrimos ese mismo día de las pascuas de 1970, después de estar perdidos siete horas ente dos barrancos de los que no había forma de salir.
El recuerdo de aquel día es imborrable, porque además del miedo que pasa uno cansado y perdido en el monte, todavía me asustó más, si cabe, cuando vi salir aquel tipo de la cueva, con barba de años y cabellos largos gritando: ¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Estuvimos más de una hora, escondidos y observándolo con los prismáticos, hasta que fuimos capaces de acercarnos y explicarle que no queríamos molestarle, que simplemente nos habíamos perdido y necesitábamos que nos indicara el camino de vuelta. Al darse cuenta que éramos tres niños y escuchar nuestras palabras su semblante cambió. Incluso diría que sonrió levemente, mientras una mirada de soslayo recorría nuestras seis pupilas dilatadas del susto.
Nos invitó a pasar con un gesto brusco, nos sentamos y descansamos durante media hora, en ese tiempo no paró de hacernos preguntas y nosotros no paramos de contestarlas sin dejar de mirar aquellas hermosas escenas pintadas. Luego, sin mediar palabra, nos acompañó durante más de dos horas hasta que se cercioró de que conocíamos el resto del camino de vuelta. Le dimos las gracias y nos despedimos. Cuando llegamos al pueblo estábamos cansadísimos, nos pasamos el día andando, trotando, escalando, de emoción en emoción. Ni uno, de los tres, dijo nada. Al llegar a casa, sin cenar, me acosté y me dormí de inmediato, también mis amigos según me contaron.
Durante semanas, meses estuvimos los tres haciendo conjeturas sobre aquel lugar, sobre aquella persona y sobre sus pinturas. Preguntamos con disimulo a algunas personas mayores por si conocían aquella cueva o alguien había visto a aquel tipo alguna vez. ¿Quién era, de dónde, por qué vivía en una cueva y solo? ¿Cómo podía ser que nadie lo conociera? Hubo momentos, durante todos estos años en los que creí que nos dormimos y alguno de nosotros o los tres soñamos todo aquello. No hay nada más potente que la imaginación de un niño.
Me alegro de haber subido hasta aquí. Estoy deshecho, los años no perdonan. Pero, mientras escribo estas palabras, contemplo en el interior de la cueva todas esas escenas pintadas, cada color y cada forma la escucho rasgando la piedra con los dedos, recuerdo a mis amigos, sus caras de niño, también aquel hombre desconocido que nos dejó este maravilloso legado. Me interrumpe un sonido hacia el interior de la cueva, me acerco un poco asustado y de pronto sale un murciélago, casi grito, debajo de un sol pintado, una vieja y sucia maleta cerrada, escrito en tiza: Para usted. Abro las dos cerraduras con una pequeña navaja, despacio para no romperlas, en su interior, treinta libretas ordenadas por años, una navaja oxidada, un viejo libro de supervivencia y dos fotografías en blanco y negro.
Abro la primera libreta, el encabezado: Cueva del Espantalobos, trece de enero de mil novecientos sesenta y uno. Sigue: “Por fin he llegado caminando a mi propio destino”. Ojeo otras muchas hasta llegar a la última página de la última libreta: “He terminado lo que vine a hacer. ¡Qué bien me siento! Vuelvo a casa.

2 comentarios:

  1. Buen comienzo e impaciente por saber el contenido mágico de esa la maleta del tiempo!!!

    ResponderEliminar
  2. muy interesante ¡¡¡¡¡¡, ya lo seguiras para saber que coño contenían en las libretas, igual..., tienen la receta de la piedra filosofal¡¡¡

    ResponderEliminar