martes, 22 de junio de 2010

Crhistopher Lee

Para Vidal de nombre, su compañera y su hijo.

Quizá ustedes crean que les voy a hablar del famoso actor que interpretó tantas veces al Conde Drácula en aquel cine de terror que nos asustaba de niños. Quizá ustedes sepan que seguramente merecería aquel hombre, de rostro serio y alargado, un homenaje más allá de estas palabras, y en este caso , estarían en lo cierto. Pero no les voy a hablar de una persona sino de un nocturno bar de copas muy especial al que bautizaron con su nombre.

El Christopher Lee está en el Barrio del Carmen de Valencia, exactamente en la calle Pinzón 17. Es el pub más antiguo del Carmen(ante de derruir el edificio decían que era L´Aplec) que sigue en activo, se inauguró en 1974, desde entonces por su baños han pasado miles y miles de personas, hubo épocas en que se proyectaban películas de culto, otras en que las nocheviejas se llenaba hasta la bandera proyectando todo el glamour de los personajes colgados en sus paredes.
En éste local puedes encontrar de todo, rebosa imágenes de viejos actores, collages, objetos de todas clases: Una pianola a la entrada, un maniquí masculino vestido subido sobre una bicicleta estática de las viejas(a veces se le ve sentado en el taburete de la barra pequeña de arriba o en algún que otro lugar que le plazca, cuando se apagan las luces el local es suyo), lámparas de todos los tamaños, ladrillos de pavés iluminados de colores, ladrillo cara vista, rinconeras de los setenta, mesas redondas de mármol blanco, sillas de madera con reposabrazos, recortes de bailarinas, máquinas de escribir antiguas, mamparas, tostadoras, cafeteras, un proyector de super ocho, radios y algunas otras cosas más que no me invento... y Marilyn, Audrey... y tantos otros seres mitificados.

Permitan un paréntesis... estoy pasando por la Albufera y el sol está escondiéndose, los últimos rayos del día convierten el agua en un espejo, de pronto veo, cruzando la carretera como si tal cosa, a una familia de patos que sobreviven milagrosamente a los automóviles que pasan deprisa, la pata y cuatro diminutos patitos detrás. La verdad es que si nos fijamos bien se producen momentos mágicos a menudo, quizá la rapidez con la que vivimos no nos deja apreciarlos pero... de vez en cuando la mirada se expende hasta conquistar el momento.

Los paréntesis sirven para descansar de lo que uno cotidianamente hace y es quizá el Christopher algo de eso, un lugar donde descansar del ocio ruidoso y solitario- aún rodeados de tanta gente en esos otros locales insoportables- donde nos convierten en manada, en absolutos compradores compulsivos de mierda convertida en divertimento; no creo que nadie aguántase tanta incomunicación y tanta tontería superficial(a ver quién es más guapo/a o liga más) sin que las drogas o el alcohol anestesien uno a uno todos nuestros sentidos, sobre todo... el común.

En el Christopher todo es distinto. Cuando llegas te reciben con un saludo(¡Y te reconocen si vas más de dos veces!) y te sugieren un buen lugar donde sentarte, dependiendo del número de personas o de los diferentes grupos de la sala, después, con la mesa impecabley con todo lo necesario, te dejan una carta para cada uno y te dan un tiempo prudencial para que te decidas por un licor o un combinado con alcohol o sin él, y todo con zumos naturales. La selección musical es exquisita y el volumen perfectamente ajustado al placer de los oídos. La sensación de tomar una copa se convierte en un pequeño rito que satisface, sienta bien y te sientes sano, persona en un lugar para personas. ¿Por qué creen ustedes que éste local está abierto tantos años? El buen trato, la profesionalidad es la sencilla respuesta.

El ocio desde hace demasiados años es una máquina de reventar hígados, destrozar tabiques nasales y destruir neuronas, cuando no más, creo que es hora de reivindicar un tiempo libre sin trampa ni carton. Es hora de darnos cuenta que los verdaderos disfrutes son más naturales y sencillos, a veces están simplemente en tomar una copa escuchar y ser escuchado mientras una buena música suena de fondo… también en ver como se esconde el sol o en como una familia de patos cruza la carretera en perfecta línea sin siquiera girar la cabeza.

Hasta pronto.

lunes, 7 de junio de 2010

El Caldero

Para vosotros que sabéis quiénes sois…
Cuando llegué estaba cortando ramas secas de distintos tamaños y a punto de encender el fuego. El día anterior estuvo más de media hora ordenando la lista de la compra hasta que le pareció que todo estaba a punto, que no faltaba nada. Después cogió el coche hasta la primera tienda. A partir de ahí, ya andando, de entre varias tiendas, buscó cada ingrediente y de cada ingrediente seleccionó el que consideró mejor y a mejor precio. En la carnicería estuvo unos quince minutos, solo tenía tres personas delante, allí despachó un conejo, un pollo y medio kilo de longanizas y morcillas de cebolla. En la charcutería les tocó al jamón serrano cortado fino, el chorizo, el morcón y el salchichón, otros quince minutos. En la frutería fue más rápido, no había nadie, plátanos, albaricoques y fresas y algunas verduras, también la pasta para el gazpacho. Ya, donde merca la dona, las bebidas, cervezas de litro, cocacola de dos litros, hielo, cutty, dos botellas de vino, agua de cinco litros y cerveza sin alcohol para cuidarse. El carro pesado y lleno y a la cola de caja, quince minutos más, tuvo suerte, le tocó delante de un bendito amigo que le ayudó a sacar y volver a meterlo todo en el carro, descargó todo en el maletero del coche y después volvió a entrar, se la había olvidado el aceite de oliva, no quedaba en la casa. Cuando llegó al coche en el parabrisas tenía una multa, primero se enfadó, pero luego pensó que no le iban a joder el día. Ahora a por lo último en el horno, el pan y unas galletas de chocolate que había encargado. Quince minutos más de cola, la dependienta no se había dado cuenta de que solo tenía que recoger el encargo, incluso ya estaba pagado. De hecho, el día anterior, tuvo que bajar al cajero del pueblo, el otro estaba roto para sacar dinero y quería dejarlo pagado para no tener que hacer cola, sabía perfectamente que un sábado a esas horas iba a estar el establecimiento a parir. Bueno, se dijo, no siempre salen las cosas como uno cree aún organizándose.
Una primavera calurosa, treinta y seis grados a las once de la mañana, bueno, se dijo, solo me falta llevarlo a casa, al menos la bebida para que se refresque y la carne no sea que se eche a perder. Vivía en un primer piso y tenía un vado en la puerta de su madre pero, fatalidades del destino, había un coche aparcado sin multa alguna en el parabrisas. Le tocó aparcar a quinientos metros y hacer cuatro viajes, al final había hecho dos kilómetros y había subido ochenta y ocho escalones.
Habían quedado para salir a las doce y media para subirse a la casica de monte, a y cuarto bajó y comprobó que el coche ya se había ido, menos mal, esta vez solo tendría que recorrer unos quinientos metros y veintidós escalones cuatro veces.
Al llegar a la casa descargó, colocó cada cosa en su sitio: la carne, el fiambre y la bebida en la nevera, la fruta y la verdura en la alacena, no le gustaban frías, el cutty en el mueble de arriba del comedor, también las galletas de chocolate. Por fin, una cerveza caliente y a relajarse.
Eran las dos menos cuarto, cuando llegamos nosotros, cuatro amigos más habían llegado media hora antes, y como dije al principio estaba a punto de encender el fuego para emprender el gazpacho. De pronto dijo. ¡Hostiaa me he dejado las baquetas en casa encima del banco! Le oí decir unas palabras por lo bajo que no entendí, se subió al coche y se bajó al pueblo a por las olvidadas, quince minutos más de coche para ir, por camino de tierra la mitad y la otra asfaltado, y otros quince para volver.
A la dos y media pasadas llegó, encendió el fuego y se puso manos a la obra, a las tres y veinte estábamos todos sentados alrededor de la mesa del caldero que ven en la imagen. Unos gazpachos de esos que metes en el caldero hasta el codo, exquisitos.
Durante la comida estuvimos bromeando, charlando, riendo, comentando, informándonos unos a otros, degustando una buena comida, bebida fría, buen vino y buena compañía, luego una copa y más charla mientras algunos desplazaban sus cuerpos de la silla al sofá. Toda la sangre en el estómago y ese sopor tan delicioso que solo se siente cuando uno puede dejarse caer un rato: la mágica siesta.
A las siete y cincuenta minutos nos despedíamos de nuestros amigos. Mientras bajaba la cuesta de liria y el elefante me miraba quieto, me di cuenta de la suerte que tenemos algunos al poder compartir mesa y mantel con tan buenos amigos, buenísimos, y tan generosos, que en más de veinte años jamás nos cobraron una multa, ni nos recriminaron los kilómetros recorridos.
Sean estas palabras mi sincero agradecimiento a todos aquellos que sin darse cuenta cuidan de los otros con motivo alguno.