miércoles, 19 de octubre de 2011

Perder



Hace algunos años leí una artículo de Fernando Sabater cuyo título si no era igual se asemejaba bastante al de estas palabras. Salvando las obvias distancias me gustaría hacer una pequeña reflexión acerca de las pérdidas con las que tenemos que enfrentarnos a lo largo de nuestras vidas-que son muchas-, desde los primeros objetos infantiles, las fantasías omnipotentes de la niñez, los primeros y últimos amores, la inocencia y tantos otras emociones que irán cambiando desde lo que desaparece y aparece y volvemos a perder o no, en la confrontación del mundo interno con el mundo que otros construyeron para que nosotros lo vivamos. Todo un enorme, complejo y pesado sistema social, cultural y económico que se convierte en la circunstancia que se une a nuestro yo como la mano a una marioneta.
La identidad se construye desde la relación con la madre en la gestación, pasando por los primeros peluches que desaparecerán en nuestra memoria, la ropa, los amigos, los maestros, los juguetes, los padres, los dibujos, los hermanos, las canciones, los abuelos, la comida, los tíos, tías y primos, el clima...la población o ciudad, la lengua y el lenguaje... Todo un cúmulo de factores que evidentemente alimentan y en su interacción van construyendo todo nuestro mundo interior.
A lo largo de nuestra vida no paramos de perder, la mayoría de objetos desaparecerán, también personas de nuestro entorno, incluso familiares o amigos claves en nuestro mundo emocional. Algunas de esas pérdidas ocurren sin darnos cuenta, otras dejarán heridas que se colocarán y cicatrizarán con el tiempo, pero todas ellas permanecerán imborrables en lo más hondo de nosotros mismos. Cada una de ellas, hasta las aparentemente más nimias, habrán influido en lo que somos de una forma u otra y las colocaremos o se colocarán por sí solas en algún lugar de la gran tela de araña que es la mente. Todo estará ahí y cada una de ellas, por partes, o todas a la vez actuarán como filtros que condicionarán, y hasta en algunos casos determinarán, las emociones, los comportamientos, las decisiones e incluso nuestras enfermedades.
La palabra perder tiene connotaciones negativas, seguramente porque el dolor o el sufrimiento es o se hace parte de ella, a nadie le gusta sentirse mal, ni fracasar, ni vivir en crisis, ni sentir el vacío y la impotencia que se siente cuando se pierde a un ser querido, ni afectarse por lo social, ni sentir injusticias... ni un largo etcétera.
Nos educan para ganar, para el éxito, para la belleza modélica, para las sensaciones placenteras, para todo aquello que el hedonismo predominante y el consumo idealizan, así nuestros deseos no son del todo o nada nuestros sino los que los convencionalismos o los intereses nos hacen ver que debemos desear, sencillamente porque formamos parte de la tribu, nadie o muy pocos se quiere convertir en ovejas negras o descarriadas. El sistema educativo, social y económico nos empuja con muchísima fuerza hacia una forma plana de entender la vida: Todo aquello que no es aparentemente ganar o aparentemente placer es una mancha negra en nuestras vidas. Nada más lejos de la realidad.
Son precisamente los contrarios los que sirven como aliciente, los que nos hacen conscientes de lo que tiene valor, los que nos confronta con nuestros propios engaños y nos hace crecer, sin ellos la realidad sería a medias, de hecho no sería. ¿Cómo valorar lo que tenemos si siempre lo hemos tenido, si nada nos costó conseguirlo? ¿Cuánto querríamos la normalidad e incluso el aburrimiento y la rutina cuando una enfermedad dolorosa nos acecha? ¿Cómo valorar el amor sano cuando solo se ha experimentado el odio, la ira o la ambigüedad del amor-odio?
Perder es sano, y fracasar y no ser un modelo y los defectos y los errores y el dolor y el sufrimiento y el miedo y la inseguridad y la incertidumbre y la ambigüedad y la depresión y la ansiedad y la tristeza y la falta y el vacío... si no se convierten en crónicos o en excesos y son parte de un proceso.
Es precisamente, a mi entender, la oposición, la negación y la no aceptación lo verdaderamente insano. Cuando aprendemos a ver la vida tal y como es, ser conscientes, darnos cuenta, conocernos y conocerla, aceptarla e inferir y modificarla dentro de nuestros límites la perspectiva humana se amplía, el ojo mira y ve sin demasiados filtros que deforman. Todo cambia a mejor, la verdadera experiencia y el autoconocimiento son seguramente el camino, entre otras cosas porque no solo mejoramos cada uno individualmente sino porque somos capaces de ver a los demás desde las mismas o semejantes debilidades, la comparativa pasa de ser pura competitividad, crítica o juicio a una auténtica comprensión de lo más humano, de lo esencial, de aquello por lo que de verdad vale la pena vivir.

lunes, 3 de octubre de 2011

La lluvia y la melancolía


Hoy llueve, las gotas rebotan en los charcos como pequeñas luciérnagas revoloteando. Se escuchan las fuentes seguidas y un sonido intermitente nos recuerda que todo está vivo. Nos escondemos del agua transparente. Quizá también de la claridad de la lluvia en la noche oscura. Tenemos miedo de mojarnos, de la piel que aguarda un contacto imprevisto, de los colores de la noche mojada y de encontrar una emoción perdida.
Es difícil encontrarse con los sentidos entre tanto sinsentido y recobrar el aire que renueva los adentros cuando casi todo parece ocupado en milongas vespertinas, en prisas que no se entienden, en dolor amortiguado, en causas sin techo, en palabras vacías y en imágenes que aparecen y desaparecen inmediatas sin conseguir que un solo hilo recorra el silencio, el nuestro.
Cuando no hay nada que decir, cuando uno se deja percibir, llega a uno de los pocos caminos disfrutables. Cuando el silencio es cómodo y sosegado, cuando nada y todo es necesario, cuando cada nota se escucha sin estridencias, sin peros ni ovaciones, cuando la noche, la luz, los colores, la soledad... conforman una orquesta entre los párpados cerrados y uno se sienta tranquilo dejándose ser parte de una noche cualquiera, de un día cualquiera, de una lluvia cualquiera, de un lugar cualquiera perdido entre tantos. Un mar de excesos que rinde cuentas imposibles a nuestros cuerpos cansados de tanta indolencia.

Cuando nos dejamos ser y nada perturba nuestros sentidos nos encontramos entre tantos que fuimos, cada día y cada noche, con el rostro y el cuerpo limpios de todo aquello que hace sangrar a cada uno sus heridas.
Es el Otoño que vuelve con gotas y sonidos de tormenta. Quizá todo vuelve y se va, resbalando en la melancolía hasta convertirse en un río de experiencias que desembocarán en aquel mar de excesos que nos pide cuentas. Sin saber que nada suena adentro si no hay un hueco que lo haga retumbar.
Las manos están calientes, intensas, buscando en la tierra lágrimas de agua escondidas, sin saber que esas gotas hondas germinarán en primavera, traerán flores y frutos pero antes todo quedará frío, gélido como la nieve, quieto como el hielo.
No somos iguales. La identidad se funde en un hilo maleable que nos mueve sin quererlo. Verano, otoño, invierno y primavera, cada una mueve los hilos y a cada uno de distinta manera. Semejanzas sí, pero nada es igual para todos.
Somos como marionetas movidas por las fuerzas naturales, también por fuerzas invisibles que algunos creen que somos nosotros mismos y otros el mismo Dios.
Cae una gota en la mejilla izquierda, el primer contacto es frío y excitante, resbala acomodándose a la piel que nos une al mundo de los sentidos, en segundos caen mas y cada una repite sensaciones e incluso trayectos. Comienzan a caer hojas a la tierra y todo acaba mojado. Seguramente un movimiento ajustado a la costumbre que no disiente de otro cualquiera, igual o más hermoso. Son tantos los que se quedan ocultos y pasan sin darnos cuenta, sin vivirlos.
Echo de menos casi todas las fragancias, ocultas en artificios, aparatos ruidosos y olores construidos, culturales como la superficialidad, el tener y la desidia... Me gustaba oler el agua al contacto con la tierra o la tierra al contacto del agua, las hojas de marialuisa, el arroz ayuno, los sobacos de mi abuelo, su gorra, sus pañuelos. Los abrazos con los amigos jugando, el olor a puro desde la puerta de mi casa hasta la cocina. El musgo en una roca resbaladiza, el tomate y el limón al abrirlos...  y quizá los sueños... ya no huelen a nada, o lo parece al mirar las plazas vacías, los lugares de encuentro vacíos, y los rincones llenos de olores muertos.
El otoño y la melancolía, monomanía que "hace que no encuentre quien la padece ni gusto ni diversión". ¡Cuánto miente el diccionario, no ha de haber gusto y placer en el regodeo triste de la melancolía! Diez mil momentos conozco y otros diez mil por cada persona íntima y amiga. Sí, nos hemos regocijado muchas veces en esa "vaga, profunda y sosegada tristeza" suavemente dominante y quizá tan estimulante como la sonrisa y la carcajada de un niño. Quizá a ese infante que todos tenemos dentro y que nunca nos dejó o a nuestros sobrinos, hijos, nietos o nada... solamente queridos. Lo repetiré un millón de veces " la sonrisa... la expresión del ser que se alegra de ser".
Llueve suave y me alegro. Caen la hojas y me alegro. Llega la melancolía y me alegro.
¿Acaso hay alguna ley natural o escrita que nos diga de qué debemos alegrarnos?