domingo, 27 de julio de 2008

De hoy para ayer

Una vez, en un piso antiguo, encontró una fotografía y una carta. Estaban tiradas en el suelo junto a otro puñado de fotos. Todas de personas y en blanco y negro. De entre todo el manojo escogió una que tenía una mancha oscura del revelado y la carta, única entre todos esos papeles. No supo exactamente por qué pero se las llevó, sintió como si de un rescate se tratara. Supongo que le movió la compasión. La emoción, que aún no teniendo nada que ver con esas personas convertidas en imágenes, creó la acción de intentar que no desparecieran. Rescatarlas del olvido. El olvido es ingrato. Unas personas más de entre millones que ya no están. Fueron seres humanos vivos. Entonces recordó las palabras de Víctor E. Frankl de su libro El hombre en busca de sentido: “Ningún poder de la tierra podrá arrancarte lo que has vivido. No ya sólo nuestras experiencias, sino cualquier cosa que hubiéramos tenido, así como todo lo que habíamos sufrido, nada de ello se ha perdido, aún cuando hubiera pasado; lo hemos hecho ser, y haber sido es también una forma de ser y quizá la más segura.”
En la imagen se veían tres personas en la puerta, los dos abuelos y una niña pequeña. La calle sin asfaltar, las sillas de boga, alpargatas, delantal y una parte oscura. Para él representaba el olvido.
Se guardó la foto y la carta en el bolsillo. Cuando llegó a casa sentía un intenso deseo de hacer algo para rescatarlas del olvido. Así lo hizo, tenía el fondo de un cuadro ya preparado. De inmediato le vino la idea. Pegó la foto en la esquina izquierda del cuadro y debajo de ella colocó estas palabras: “Persigue a las mariposas y nunca las atraparás. Contempla a las mariposas y vendrán hasta ti.” Después cogió un sobre, en el remite puso hoy. Desde hoy para ayer, escribió unas palabras dedicadas a ellos y quizá a todos. Las palabras eran éstas: “Hace unos días encontré una fotografía en el suelo. Antigua en la memoria, casi olvidada. Desconocida en el recuerdo. Tres personas extrañas que hoy siento muy cercanas. Un hombre, una mujer y una niña. Y una silla. Y una parte oscura: la más conocida. Ahora se que estuvieron juntos, se que estuvieron vivos. Fuera del papel, del blanco y negro. Y sobre todo de la parte más oscura.”
Todo esto fue el veintiuno de junio del año 2003. Desde entonces vivió en tres pisos diferentes y siempre el cuadro estuvo colgado de alguna pared. Fue para él como un símbolo para no olvidar nunca nada, absolutamente nada, verdaderamente importante.
Pensó lo ingratos que somos muchas veces, demasiadas, con los ancianos, con los recuerdos, con los orígenes. Lo difícil que es también muchas veces comunicarse de generación en generación. Sintió angustia pensando cuánto sufrimiento sin sentido, cuánto dolor puede causar lo mamado mal entendido, cuánto daño puede uno hacer y hacerse sin darse cuenta.
Pero no pudo quedarse con lo negativo, nunca podía. Desde algún lugar en lo más profundo de sí mismo afloraba siempre un sentimiento, quizá una intuición, que le conducía siempre a una sonrisa interna. ¿Qué sentido tendría la vida si no?
Aquel día, después de colgar el cuadro, sonrío y se sintió especialmente bien.
Le quedaba la carta. Estaba encima de su escritorio. La miraba dudando si tenía derecho a leerla. Así estuvo durante un buen rato, de hecho no la leyó hasta el día siguiente. Llegó a la conclusión de que si había ido a parar a sus manos algún significado tendría. Se dijo: “No la busqué, el azar me la entregó”. La verdad es que no estaba muy seguro de esto último.
Sacó varias cuartillas manuscritas del sobre y se puso a leer despacio. Era una hermosa y sencilla carta de amor fechada en la primavera del año mi novecientos trece. El papel amarillento sobre tinta negra y letra gótica imprimían a aquel acto carácter de rito. En algunos momentos se sintió como un intruso leyendo las intimidades de dos personas desconocidas, aunque las semejanzas con algunos momentos de su vida le invitaban a seguir leyendo como si fuese parte de aquella carta llena de emociones, de borbotones de sangre que conformaban palabras.
Lloró varias veces imaginando. Recorrió el pasado a la velocidad de la luz y con toda su intensidad. Revolvió cada baúl, cada cajón, cada caja, cada armario… y encontró todo aquello que estaba leyendo en las palabras de otros. Tuvo miedo de tanta similitud.
Al terminar de leer la carta se quedó un buen rato pensando, durante todo ese tiempo también estuvo contemplando el cuadro aún estando de espaldas a él. Lo tenía grabado en su memoria como en una imagen fotográfica. El silencio de la noche en invierno lo acompañaba como un aliado perfecto. Suspiró varias veces y hondamente, como renovando no solo el aire de sus pulmones, necesitaba más, quizá limpiar todo lo que tenía dentro. No lo consiguió. Nunca se consigue del todo.
Dobló y guardó cuidadosamente la carta, con el tacto y el respeto que se debe a lo ajeno y a la vez, con la sensación de haberlo hecho propio. Tan propio que se imaginó sentado en aquella silla, al lado de aquella mujer y aquella niña; anciano y tranquilo, muy tranquilo, como un niño con los deberes hechos, bien hechos.
A la mañana siguiente había desaparecido. Lo buscaron durante meses. Nunca lo encontraron. Aquel cuadro sigue colgado en la pared y en la fotografía no hay ninguna mancha oscura, solamente cuatro personas sentadas sosegadamente en la puerta de su casa.

domingo, 20 de julio de 2008

Navegando al amanecer

Aquella mañana, al amanecer, se fue a navegar. Llegó al amarre con los primeros rayos de luz. Olía a gaviota y se oían los peces chapoteando cerca del barco. Samuel tenía un pequeño velero, seis metros de eslora, dos velas y un motor de gasolina con los suficientes caballos para hacer travesías medias sin viento y sin repostar.
Aquel día se levantó enfadado, no había podido convencer a nadie para que le acompañase y no le gustaba salir solo al mar. La soledad en algunas circunstancias puede ser muy peligrosa.
Quitó la lona y abrió la puerta del camarote, seis escalones y llegaría a la nevera para dejar las provisiones que llevaba para pasar el día. Al llegar al penúltimo escalón resbaló y cayó al suelo de bruces, golpeándose en una ceja y en la nariz con el extremo de la mesa. Sintió un dolor agudo, mientras las bolsas de la compra se desparramaban por el pequeño salón del barco, unas cuentas gotas de sangre y casi un litro de buen vino recorriendo en pequeños movimientos el suelo en el vaivén típico de la mar.
Se enfureció tanto que acabó riéndose como un loco para poder contrarrestar tanta ira acumulada desde que se había despertado aquella mañana. Pensó al levantarse del suelo: “¡Vaya mañanita! Y dijo para sí mismo: “¡Buenos días Samuel!
Recogió las bolsas manchadas de vino y sangre, sacó su contenido y lo metió en la nevera. Limpió de líquidos con una bayeta el suelo de madera y barrió los cristales. Después se fue al minúsculo aseo y miró detenidamente en el espejo la herida de la ceja que no paraba de sangrar, su nariz parecía aumentar de tamaño por momentos. Limpió la herida con alcohol, luego se puso un poco de Betadine y selló con un espray ultramoderno la herida. Dejó de sangrar, todavía no dolía demasiado, pero se sentía levemente aturdido. Decidió dejarse caer sobre la litera y descansar un poco hasta recuperarse. Se quedó dormido.
La noche anterior había cenado con unos amigos. Dos de ellos se habían enzarzado en un discusión extrema que produjo un silencio conveniente pero sorprendente, el ambiente se podía cortar, toda la mesa se sorprendió, sobre todo, del exceso y la severidad con las que ambos se trataron. A todos les pareció muy extraño, a Samuel no. Estaba acostumbrado a vivir situaciones límite. Las situaciones límite enseñan mucho, únicamente dejan de ser aconsejables por su extremo dolor. Cuando se viven muchas y a menudo, algunas personas adquieren una perspectiva diferente, capaz de perdonar incluso lo aparentemente imperdonable.
Fue después de la disputa cuando Samuel, con la intención de romper el hielo, propuso a todos sus amigos salir al día siguiente a navegar. Nadie se apuntó. La sensación era más bien la de salir corriendo ante una situación tan desagradable. Cada uno buscó su excusa. Impera en estos casos una ley no escrita, ni siquiera reconocida: Castigar a cualquiera sin motivo alguno (todas las emociones en ese momento están bloqueadas menos una) y huir de situaciones desagradables.
Samuel intentó rescatar al grupo de todas esas emociones, pero acabó siendo castigado. Hay que aprender cuando hablar y cuando callar. Arte nada fácil para esas personas excesivamente sensibles que se inundan fácilmente con los sentimientos de los demás.
Al cabo de casi dos horas se despertó, el dolor ahora era muy intenso. Volvió a mirarse al espejo y observó una gran hinchazón en la nariz, labio superior, pómulo izquierdo, ceja y párpado, también izquierdos. Incluso se asustó un poco con toda aquella deformidad.
Pensó que le sentaría bien comer algo. Había comprado unos tomates maduros valencianos, pan recién hecho muy crujiente y lomo de cerdo. Le encantaba un buen bocadillo de lomo a la plancha con un tomate abierto y sal de buena mañana. Encendió el fuego y lo preparó. Disfrutó mucho con el almuerzo y cumplió con sus objetivos, se sentía mucho mejor. Creo que también ayudó un gramo de Paracetamol que bebió disuelto en un gran vaso de agua entre bocado y bocado.
Encendió un cigarrillo. ¡Qué bueno para un adicto tragar humo después de almorzar!
Durante un rato estuvo pensando y analizando todo lo sucedido la noche anterior y a la vez, si debía o no debía salir a navegar solo tal y cómo se encontraba.
Terminó el cigarrillo y todavía no había llegado ninguna conclusión ni decisión.
Salió a cubierta y miró el mar: Estaba tranquilo, la luz de la mañana lo teñía de un verde que le recordó a su padre, una suave brisa rozaba sus heridas, recordándole los hechos pasados. Durante varios minutos quedó ensimismado.
Al volver ya tenía una pregunta y una decisión tomada.
La pregunta era: ¿Con quién vas a discutir si no es con alguien que te importa o por algo que te importa?
La decisión le llevó a soltar amarras, arrancar el motor y a ralentí salir muy despacio del puerto hasta encontrar buenos vientos con los que recuperar lo perdido.
En pocos minutos comenzó a sentirse bien, ni siquiera el dolor de las heridas fue capaz de cambiar su estado de ánimo.

domingo, 13 de julio de 2008

Enamorarse de la vida

Hace algunos días vi una película. Les contaré el final aunque no se si se debe o es de mal gusto: La cámara sigue a la protagonista, una bella jovencita, recorriendo el camino de entrada al cementerio. Llega a la tumba de su madre y deposita unas flores y un libro-primer plano-, inmediatamente hace un barrido lento hacia la izquierda y nos sorprende con la sepultura de su recientemente descubierto padre y una frase esculpida en la piedra: “Si hubiese escrito mi propio epitafio sería éste: “Tuve una riña de enamorados con el mundo”. Robert Frosth. Yo hubiese dicho con la vida. El sentido de la frase, multiplicado por las imágenes, más el contenido de toda la película, llena de aforismos en el diálogo, me resultaron sumamente sugerentes. La sutileza del autor, la simplicidad y la belleza de la oración me inclinaron hacia el placer y la reflexión, todo ello envuelto en un halo que solo puede conseguir la imagen y la palabra. Símbolo de lo más esencialmente humano, al menos como yo lo entiendo.
Pensé en lo que se siente al enamorarse de una persona y traté de ampliarlo a enamorarse de todo lo vivo, generó en mi imaginación un retrato muy hermoso. Pensé en Frosth y en el mundo: ¿A qué mundo se refería? También pensé en la muerte como única certeza: la nada o qué se yo… recordé la frase de un filósofo griego cuyo nombre no recuerdo ahora: La muerte es la nada para qué preocuparse… También pensé en el cabreo, odio, ira que se produce en nuestras emociones cuando en la vida no ocurre lo que uno(a) espera, quizá sí mencionar la brutal sensación… cuando los hechos no se corresponden en nada con nuestros deseos más fervientes. Fracaso y decepción, los más grandes y potentes motores emocionales. Su influencia en el comportamiento de las personas es más o tan importante que el producido por el amor, el dinero ó el poder.
Miré al pasado, como siempre con ojos extrañados, y encontré esas razones que validan con hechos lo sentido. Pensé que podría ser todo una gran locura. La cordura y la locura están tan cerca como el amor y el odio. Pensé en los días vividos como dagas que rasgan la piel hasta encontrar lo que más duele. Espinas construidas sobre las que caminamos a la vez que contemplamos un atardecer blanco ó un amanecer rojo.
Desde Carcalín se ven las luces de la ciudad recorriendo un horizonte oscuro. Una línea de luces en orden que confrontan los silencios y el sonido de los grillos con el ruido y los bocinazos de personas rozando la histeria. También el aire fresco y limpio de la montaña con el denso y caliente aire de la ciudad en verano. La sensación y la conclusión es que te quieres quedar para siempre, pero no lo haces… por qué. Disfrutar del estado de gracia que es sentarse en el porche de la casa y a distancia de todo lo que crees que te angustia, te cansa o te hace daño. Una gran e ingeniosa mentira en la que irremediablemente caemos casi todos para no hacernos responsables de nuestra vida.
Un zorro joven nos visitó esta tarde, con sus orejas de punta y su hermosa cola, nos hizo recordar quiénes fuimos y desde este punto de vista, lejano de la realidad diaria, quién eres. Y uno vuelve a sentir lo fácil que es enamorarse de la vida. También lo fácil que es decepcionarse con ella hasta odiar su día a día. Así se consigue estar reñido con el mundo, reñir y reñir cada mañana con la vida. Todo enamoramiento parece tener esas dos caras. Se diría que son caras de una misma moneda, fuerzas antagónicas pero necesarias: “Los contrarios se necesitan”… Se supone que no existiría la paz sin la guerra, el amor sin el odio, lo bello sin lo feo, el placer sin el dolor, la vida sin la muerte… y si existieran, ¿cómo los distinguiríamos?
He abrazado cientos de miles de veces a la vida y he visto hacerlo millones de veces a otras personas. Nos acercábamos a ella con los brazos muy abiertos y los ojos muy cerrados sin saber que nada hay sobre la tierra que no obedezca a su propia naturaleza. Creyendo que amando unilateralmente llegaríamos al corazón de la vida, pero la vida desconoce el lenguaje de las emociones o quizá lo conoce tanto que no lo quiere, lo repudia como a un traidor que nos empuja hacia la trampa.
¿Quién no ha escuchado alguna vez decir lo injusta que es la vida?
Acaso no es injusto que un león se coma a un cervatillo ó que un volcán destruya todo lo vivo en diez kilómetros a la redonda o que la enfermedad lleve a cualquier persona a la muerte o que millones de niños mueran de hambre o…
La vida es muy injusta porque nosotros lo humanizamos todo. Aportamos valores morales que no existen en la naturaleza. La perfección y el ideal son los más relevantes.
¿Cómo pues podemos enamorarnos de un ser tan injusto?
Nos enamoramos de todas sus maravillas para después odiar todo aquello que no coincide con nuestros propios deseos. La lucha es incesante e inagotable- también con las personas-, no acaba nunca porque nadie ni nada va a poder cambiar su naturaleza.
Nos pasamos la vida, como Don Quijote, luchando contra gigantes que no existen y si existen solo son en nuestra mente. Habría que ir pensando hacia dónde orientar toda esa energía que se convierte en decepción, desilusión y decrepitud, para convertirla en una fuerza positiva que nos lleve a conocer nuestra propia naturaleza.
Sería un buen comienzo.