El paso del franquismo a la monarquía parlamentaria fue unos de los momentos más importantes y posiblemente más inteligentes de la historia de España. La llamada transición, en la que todos los partidos políticos y personas renunciaron a alguno de sus valores por un bien mayor, fue un verdadero éxito gracias a la mayoría. Todos trataron de olvidar las atrocidades de cada bando en la guerra civil y después los excesos y destrozos de los vencedores durante poco más o menos cuarenta años. El modelo fue tan exquisito que han intentado usarlo en diversos países con la intención de conseguir el mismo propósito: Pasar de una dictadura a un sistema democrático sin los ríos de miedo, sufrimiento y sangre intrínsecos a cualquier guerra. No tienen que esforzarse en recordar, desgraciadamente, mientras está usted leyendo y yo escribiendo estas palabras, miles de balas atraviesan cuerpos humanos. Los poderosos de algunos países por avaricia y desamor dan la orden, porque las guerras casi siempre son un negocio. La hipocresía más cruel es cuando, encima, se justifican en nombre del orden y la paz mundial.
En los últimos tiempos la crisis económica a pasado a un segundo plano(a mí me parece curioso tal y como está el “monario”) y el asunto estrella es el juez Baltasar Garzón, sobre todo, con el tema de la memoria histórica y los crímenes del franquismo.
Se monta un circo mediático y político alrededor de éste asunto de dimensiones internacionales. No es para menos porque muchas leyes, todas ellas hechas por los hombres, no contienen precisamente ese ideal llamado Justicia. Y no lo digo por defender, sino por manifestar hechos, a mí entender, obvios y objetivos y que todos, de algún modo, hemos visto ó vivido en nuestro día a día y que nos han dejado estupefactos: el caso de MariLuz, a los poderosos banqueros que en esta última crisis han salido de rositas, o simplemente el vecino de enfrente al que han quitado el piso y será deudor el resto de sus días, pagando una pena superior a un asesinato…
Yo no tengo ni idea si Garzón era competente o no para hacer lo que hizo, pero sí sé que se hacen miles de actos infinitamente repugnantes cada día y nadie paga por ellos. La guerra de Irak es un buen ejemplo, todas las demás también. Mueren miles y miles de personas diariamente de hambre y nadie parece sentirse responsable. Pues yo pondría una querella a todos los responsables de estas calamidades, a todos los estados del bienestar que viven en la abundancia a costa de las riquezas naturales de otros países, a los que se aprovechan de los niños y a los que tapan aún conociendo los hechos, a los que tratan con órganos humanos, a los que comercian con la vida de los demás… A todos les pondría una querella por vía penal y con una indemnización superior al P.I.B de toda la Unión Europea.
Pero no, resulta que el tema más preocupante en el mundo después de la crisis es el juez que va a ser juzgado. Sencillamente porque a algunos les interesa que esto ocurra y lo aprovechan políticamente. No saben, los torpes que denunciaron a Garzón, el favor que le han hecho a nuestros dos partidos hegemónicos. Los dos, en su constante e insultante demagogia han hecho de este asunto un aprovechamiento político. El PSOE preocupadísimo por enterrar a los muertos de las fosas comunes (después de casi treinta años de democracia y habiendo gobernado buena parte de ellos) y los del Partido Popular que aprovechan cualquier cosa para volver al poder y de paso desviar la atención sobre todos los casos de corrupción en los que está envuelto. Aunque en esto, creo, en la historia reciente, no se salva ningún partido.
Este pasado fin de semana he vivido indirectamente de cerca un caso que me conmovió por dos razones, la primera, porque una buena amiga mía, con verdadera vocación y bondad, consiguió hacerse con el último hijo de las fosas que abrieron en su pueblo y, la segunda, porque ese hijo de setenta años consiguió por fin saber donde yacía su padre, y supongo que luego, cuando la ciencia dé el visto bueno, lo podrá enterrar dignamente.
Memoria: Acordarse de ello, tenerlo presente. Histórica: Perteneciente o relativo al pasado.
¿Qué ser humano no tiene presente siempre y hasta su muerte a su familia, quién no se acuerda de los que ya no están y nos dieron la vida a diario?
Una querella para los que están usando los sentimientos y la dignidad de las personas para beneficiarse de un modo u otro políticamente. Considero un delito ver cada día a nuestros dirigentes políticos moviendo la boca con palabras vacías o llenas de lo que conviene, mientras millones de personas los miran pensando: ¿En qué parte del mundo entre la tierra y el cielo viven éstos?
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domingo, 25 de abril de 2010
lunes, 5 de abril de 2010
Palabras en una maleta
La Cueva del Espantalobos es un lugar en los montes de Buñol que muy pocas personas conocen. De hecho los que la conocen nunca revelan su lugar exacto. Ni van acompañados a ese hermoso y enigmático lugar. Está casi en la cima de un escarpado montículo de roca lisa dividida en estratos desiguales pero armónicos. Se llega atravesando un riachuelo que termina en una pequeña cascada. En la cima aparecen a menudo las pocas cabras montesas que habitan en la Hoya. Se suele ver, en los días claros, a un macho de cuernos enrollados que observa desde las alturas el ir y venir de los bichos que habitan o se acercan a este lugar, incluidos algunos de nosotros. Lejos de allí, en el Barranco del Quisal, encontré la cabeza de una de ellas que no consiguió convertirse en trofeo. Me pregunté que fue del cuerpo.
La cueva hasta hace unos treinta años estaba habitada. Un ermitaño-según afirmaba él mismo- discípulo de un discípulo de un pintor que no recuerdo aún sabiéndole famoso, vivió allí casi doce años. Durante ese tiempo, además de buscar la paz que no encontró en las ciudades de diversos países, se dedicó a pintar con pigmentos primitivos y con las manos, escenas que miraba absorto en su día a día en la naturaleza. La cueva, de más de cinco metros de alta y quince de profundidad, es todo un homenaje a nuestros ancestros y a la sensibilidad. Ni un solo centímetro quedó sin pintar, como un gran mural que se encendía con la salida del sol y se apagaba al anochecer. Cada grieta, cada estalactita y estalagmita, cada socavón o saliente estaba aprovechado para conectar la forma y el color como un todo artístico, casi mágico.
Desde el barranco de Carcalín cuesta unas dos horas llegar allí. Provisto del material necesario volví a visitarla el pasado viernes santo, justo hacía treinta años que junto a dos amigos la descubrimos ese mismo día de las pascuas de 1970, después de estar perdidos siete horas ente dos barrancos de los que no había forma de salir.
El recuerdo de aquel día es imborrable, porque además del miedo que pasa uno cansado y perdido en el monte, todavía me asustó más, si cabe, cuando vi salir aquel tipo de la cueva, con barba de años y cabellos largos gritando: ¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Estuvimos más de una hora, escondidos y observándolo con los prismáticos, hasta que fuimos capaces de acercarnos y explicarle que no queríamos molestarle, que simplemente nos habíamos perdido y necesitábamos que nos indicara el camino de vuelta. Al darse cuenta que éramos tres niños y escuchar nuestras palabras su semblante cambió. Incluso diría que sonrió levemente, mientras una mirada de soslayo recorría nuestras seis pupilas dilatadas del susto.
Nos invitó a pasar con un gesto brusco, nos sentamos y descansamos durante media hora, en ese tiempo no paró de hacernos preguntas y nosotros no paramos de contestarlas sin dejar de mirar aquellas hermosas escenas pintadas. Luego, sin mediar palabra, nos acompañó durante más de dos horas hasta que se cercioró de que conocíamos el resto del camino de vuelta. Le dimos las gracias y nos despedimos. Cuando llegamos al pueblo estábamos cansadísimos, nos pasamos el día andando, trotando, escalando, de emoción en emoción. Ni uno, de los tres, dijo nada. Al llegar a casa, sin cenar, me acosté y me dormí de inmediato, también mis amigos según me contaron.
Durante semanas, meses estuvimos los tres haciendo conjeturas sobre aquel lugar, sobre aquella persona y sobre sus pinturas. Preguntamos con disimulo a algunas personas mayores por si conocían aquella cueva o alguien había visto a aquel tipo alguna vez. ¿Quién era, de dónde, por qué vivía en una cueva y solo? ¿Cómo podía ser que nadie lo conociera? Hubo momentos, durante todos estos años en los que creí que nos dormimos y alguno de nosotros o los tres soñamos todo aquello. No hay nada más potente que la imaginación de un niño.
Me alegro de haber subido hasta aquí. Estoy deshecho, los años no perdonan. Pero, mientras escribo estas palabras, contemplo en el interior de la cueva todas esas escenas pintadas, cada color y cada forma la escucho rasgando la piedra con los dedos, recuerdo a mis amigos, sus caras de niño, también aquel hombre desconocido que nos dejó este maravilloso legado. Me interrumpe un sonido hacia el interior de la cueva, me acerco un poco asustado y de pronto sale un murciélago, casi grito, debajo de un sol pintado, una vieja y sucia maleta cerrada, escrito en tiza: Para usted. Abro las dos cerraduras con una pequeña navaja, despacio para no romperlas, en su interior, treinta libretas ordenadas por años, una navaja oxidada, un viejo libro de supervivencia y dos fotografías en blanco y negro.
Abro la primera libreta, el encabezado: Cueva del Espantalobos, trece de enero de mil novecientos sesenta y uno. Sigue: “Por fin he llegado caminando a mi propio destino”. Ojeo otras muchas hasta llegar a la última página de la última libreta: “He terminado lo que vine a hacer. ¡Qué bien me siento! Vuelvo a casa.
La cueva hasta hace unos treinta años estaba habitada. Un ermitaño-según afirmaba él mismo- discípulo de un discípulo de un pintor que no recuerdo aún sabiéndole famoso, vivió allí casi doce años. Durante ese tiempo, además de buscar la paz que no encontró en las ciudades de diversos países, se dedicó a pintar con pigmentos primitivos y con las manos, escenas que miraba absorto en su día a día en la naturaleza. La cueva, de más de cinco metros de alta y quince de profundidad, es todo un homenaje a nuestros ancestros y a la sensibilidad. Ni un solo centímetro quedó sin pintar, como un gran mural que se encendía con la salida del sol y se apagaba al anochecer. Cada grieta, cada estalactita y estalagmita, cada socavón o saliente estaba aprovechado para conectar la forma y el color como un todo artístico, casi mágico.
Desde el barranco de Carcalín cuesta unas dos horas llegar allí. Provisto del material necesario volví a visitarla el pasado viernes santo, justo hacía treinta años que junto a dos amigos la descubrimos ese mismo día de las pascuas de 1970, después de estar perdidos siete horas ente dos barrancos de los que no había forma de salir.
El recuerdo de aquel día es imborrable, porque además del miedo que pasa uno cansado y perdido en el monte, todavía me asustó más, si cabe, cuando vi salir aquel tipo de la cueva, con barba de años y cabellos largos gritando: ¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Estuvimos más de una hora, escondidos y observándolo con los prismáticos, hasta que fuimos capaces de acercarnos y explicarle que no queríamos molestarle, que simplemente nos habíamos perdido y necesitábamos que nos indicara el camino de vuelta. Al darse cuenta que éramos tres niños y escuchar nuestras palabras su semblante cambió. Incluso diría que sonrió levemente, mientras una mirada de soslayo recorría nuestras seis pupilas dilatadas del susto.
Nos invitó a pasar con un gesto brusco, nos sentamos y descansamos durante media hora, en ese tiempo no paró de hacernos preguntas y nosotros no paramos de contestarlas sin dejar de mirar aquellas hermosas escenas pintadas. Luego, sin mediar palabra, nos acompañó durante más de dos horas hasta que se cercioró de que conocíamos el resto del camino de vuelta. Le dimos las gracias y nos despedimos. Cuando llegamos al pueblo estábamos cansadísimos, nos pasamos el día andando, trotando, escalando, de emoción en emoción. Ni uno, de los tres, dijo nada. Al llegar a casa, sin cenar, me acosté y me dormí de inmediato, también mis amigos según me contaron.
Durante semanas, meses estuvimos los tres haciendo conjeturas sobre aquel lugar, sobre aquella persona y sobre sus pinturas. Preguntamos con disimulo a algunas personas mayores por si conocían aquella cueva o alguien había visto a aquel tipo alguna vez. ¿Quién era, de dónde, por qué vivía en una cueva y solo? ¿Cómo podía ser que nadie lo conociera? Hubo momentos, durante todos estos años en los que creí que nos dormimos y alguno de nosotros o los tres soñamos todo aquello. No hay nada más potente que la imaginación de un niño.
Me alegro de haber subido hasta aquí. Estoy deshecho, los años no perdonan. Pero, mientras escribo estas palabras, contemplo en el interior de la cueva todas esas escenas pintadas, cada color y cada forma la escucho rasgando la piedra con los dedos, recuerdo a mis amigos, sus caras de niño, también aquel hombre desconocido que nos dejó este maravilloso legado. Me interrumpe un sonido hacia el interior de la cueva, me acerco un poco asustado y de pronto sale un murciélago, casi grito, debajo de un sol pintado, una vieja y sucia maleta cerrada, escrito en tiza: Para usted. Abro las dos cerraduras con una pequeña navaja, despacio para no romperlas, en su interior, treinta libretas ordenadas por años, una navaja oxidada, un viejo libro de supervivencia y dos fotografías en blanco y negro.
Abro la primera libreta, el encabezado: Cueva del Espantalobos, trece de enero de mil novecientos sesenta y uno. Sigue: “Por fin he llegado caminando a mi propio destino”. Ojeo otras muchas hasta llegar a la última página de la última libreta: “He terminado lo que vine a hacer. ¡Qué bien me siento! Vuelvo a casa.
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