lunes, 7 de junio de 2010

El Caldero

Para vosotros que sabéis quiénes sois…
Cuando llegué estaba cortando ramas secas de distintos tamaños y a punto de encender el fuego. El día anterior estuvo más de media hora ordenando la lista de la compra hasta que le pareció que todo estaba a punto, que no faltaba nada. Después cogió el coche hasta la primera tienda. A partir de ahí, ya andando, de entre varias tiendas, buscó cada ingrediente y de cada ingrediente seleccionó el que consideró mejor y a mejor precio. En la carnicería estuvo unos quince minutos, solo tenía tres personas delante, allí despachó un conejo, un pollo y medio kilo de longanizas y morcillas de cebolla. En la charcutería les tocó al jamón serrano cortado fino, el chorizo, el morcón y el salchichón, otros quince minutos. En la frutería fue más rápido, no había nadie, plátanos, albaricoques y fresas y algunas verduras, también la pasta para el gazpacho. Ya, donde merca la dona, las bebidas, cervezas de litro, cocacola de dos litros, hielo, cutty, dos botellas de vino, agua de cinco litros y cerveza sin alcohol para cuidarse. El carro pesado y lleno y a la cola de caja, quince minutos más, tuvo suerte, le tocó delante de un bendito amigo que le ayudó a sacar y volver a meterlo todo en el carro, descargó todo en el maletero del coche y después volvió a entrar, se la había olvidado el aceite de oliva, no quedaba en la casa. Cuando llegó al coche en el parabrisas tenía una multa, primero se enfadó, pero luego pensó que no le iban a joder el día. Ahora a por lo último en el horno, el pan y unas galletas de chocolate que había encargado. Quince minutos más de cola, la dependienta no se había dado cuenta de que solo tenía que recoger el encargo, incluso ya estaba pagado. De hecho, el día anterior, tuvo que bajar al cajero del pueblo, el otro estaba roto para sacar dinero y quería dejarlo pagado para no tener que hacer cola, sabía perfectamente que un sábado a esas horas iba a estar el establecimiento a parir. Bueno, se dijo, no siempre salen las cosas como uno cree aún organizándose.
Una primavera calurosa, treinta y seis grados a las once de la mañana, bueno, se dijo, solo me falta llevarlo a casa, al menos la bebida para que se refresque y la carne no sea que se eche a perder. Vivía en un primer piso y tenía un vado en la puerta de su madre pero, fatalidades del destino, había un coche aparcado sin multa alguna en el parabrisas. Le tocó aparcar a quinientos metros y hacer cuatro viajes, al final había hecho dos kilómetros y había subido ochenta y ocho escalones.
Habían quedado para salir a las doce y media para subirse a la casica de monte, a y cuarto bajó y comprobó que el coche ya se había ido, menos mal, esta vez solo tendría que recorrer unos quinientos metros y veintidós escalones cuatro veces.
Al llegar a la casa descargó, colocó cada cosa en su sitio: la carne, el fiambre y la bebida en la nevera, la fruta y la verdura en la alacena, no le gustaban frías, el cutty en el mueble de arriba del comedor, también las galletas de chocolate. Por fin, una cerveza caliente y a relajarse.
Eran las dos menos cuarto, cuando llegamos nosotros, cuatro amigos más habían llegado media hora antes, y como dije al principio estaba a punto de encender el fuego para emprender el gazpacho. De pronto dijo. ¡Hostiaa me he dejado las baquetas en casa encima del banco! Le oí decir unas palabras por lo bajo que no entendí, se subió al coche y se bajó al pueblo a por las olvidadas, quince minutos más de coche para ir, por camino de tierra la mitad y la otra asfaltado, y otros quince para volver.
A la dos y media pasadas llegó, encendió el fuego y se puso manos a la obra, a las tres y veinte estábamos todos sentados alrededor de la mesa del caldero que ven en la imagen. Unos gazpachos de esos que metes en el caldero hasta el codo, exquisitos.
Durante la comida estuvimos bromeando, charlando, riendo, comentando, informándonos unos a otros, degustando una buena comida, bebida fría, buen vino y buena compañía, luego una copa y más charla mientras algunos desplazaban sus cuerpos de la silla al sofá. Toda la sangre en el estómago y ese sopor tan delicioso que solo se siente cuando uno puede dejarse caer un rato: la mágica siesta.
A las siete y cincuenta minutos nos despedíamos de nuestros amigos. Mientras bajaba la cuesta de liria y el elefante me miraba quieto, me di cuenta de la suerte que tenemos algunos al poder compartir mesa y mantel con tan buenos amigos, buenísimos, y tan generosos, que en más de veinte años jamás nos cobraron una multa, ni nos recriminaron los kilómetros recorridos.
Sean estas palabras mi sincero agradecimiento a todos aquellos que sin darse cuenta cuidan de los otros con motivo alguno.

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