En la calle La Capitana (entonces General Mola, no lo olvidemos), un grupo de niños corrían descalzos sobre el pavimento caliente que aún guardaba el calor del día. Sus risas sonaban como melodías hambrientas de vida, mientras las chicharras entonaban su canto continuo, chirriante y palpitante. Entre ellos estaba un niño con pantalones cortos, de rodillas huesudas y repeladas, con el cabello revuelto por las aventuras del día.
Este niño tenía un secreto. Guardaba bajo su cama un rifle de balines que había encontrado escondido en el viejo trastero de su abuelo, un lugar al que nadie se atrevía a ir. Había escuchado historias de tesoros y fantasmas, pero eso sólo hacía más emocionante cada incursión. Esa noche, con el rifle en mano, el niño de las rodillas huesudas estaba decidido a cazar dragones.
Los dragones no eran más que salamanquesas que se reunían bajo las farolas, atraídas por los enjambres de mosquitos que revoloteaban alrededor de la luz amarillenta. Los mayores, sentados en corro en la puerta de las casas, observaban a los niños con una mezcla de indulgencia y nostalgia. Las sillas de mimbre crujían bajo su peso mientras charlaban sobre chismes, el clima y los recuerdos de tiempos pasados.
El niño apuntaba con su rifle, concentrado, y disparaba. A veces acertaba, y una cola de dragón caía al suelo, aún moviéndose convulsivamente. Los niños gritaban de alegría y horror, fascinados por el pequeño espectáculo. En una de esas noches, un rumor comenzó a circular entre los niños. Alguien había visto una sombra extraña en el huerto Ferrer, una figura alta y delgada que desaparecía entre los árboles frutales.
La curiosidad del niño de los pantalones cortos era insaciable. Decidió investigar, acompañado por un grupo de amigos tan intrépidos como él. Cruzaron la calle el Río, avanzando con cautela, sus corazones latiendo con fuerza en el pecho. Bajo la luz cambiante de la luna, el huerto Ferrer parecía un lugar encantado, lleno de sombras y susurros.
Al llegar, se escondieron tras un pequeño muro de piedra, observando en silencio. De pronto, un ruido seco rompió la quietud de la noche. El niño de las rodillas huesudas se adelantó, rifle en mano, y vio algo que le hizo contener el aliento. Una figura estaba cavando en el suelo, murmurando palabras incomprensibles. ¿Podría ser el legendario tesoro del abuelo?
Los niños decidieron acercarse más, impulsados por una mezcla de miedo y emoción. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, la figura se giró bruscamente, revelando un rostro anciano y arrugado. Era el abuelo en persona, con los ojos brillantes de una sabiduría que solo los viejos poseen. Les contó sobre el antiguo tesoro que había enterrado en su juventud, un cofre lleno de recuerdos y objetos valiosos de su vida.
Con el misterio del huerto resuelto, los niños regresaron a la calle Cervantes, donde las familias seguían compartiendo refrescos y helados caseros. Los mayores reían por alguna animalá de la más graciosa del grupo (solía ser una mujer), los niños intentaban relatar, entre cada carcajada, su increíble aventura, cada uno añadiendo detalles y exageraciones.
Una noche, mientras la luna brillaba intensamente sobre Buñol, el niño de las rodillas huesudas decidió que había más misterios por descubrir. Había escuchado de una cueva secreta en la calle el Río, donde se decía que vivía un hombre que podía hablar con los animales. Con la valentía que sólo un niño puede tener, reunió a sus amigos y partieron en busca de la cueva.
El final de la calle el Río estaba oscuro y silencioso, excepto por el canto de las chicharras. Caminaban en fila india, atentos a cualquier sonido. De repente, escucharon un susurro que parecía venir de todas partes. El niño de los pantalones cortos levantó su rifle, preparado para cualquier cosa. Avanzaron lentamente hasta llegar a una entrada oculta por la vegetación. Allí, encontraron una grieta bien abierta que conducía a una cueva.
Con un nudo en el estómago, se adentraron en la oscuridad, sus linternas temblorosas iluminaban las paredes. En el fondo de la cueva, una figura se movía lentamente. Era un espantapájaros, ahí guardado, con su ropa y todo. Se sorprendieron y sonrieron, sobre todo cuando vieron brillar a la luz de la linternas las estalactitas y estalagmitas allí congregadas desde el devenir de los tiempos. Una auténtica belleza. Aquella cueva fue su lugar de encuentro durante años. Allí aprendieron cómo comunicarse con los insectos y cómo entender los mensajes del viento. Los niños estaban fascinados y se sintieron parte de algo mucho más grande que ellos mismos.
De regreso a casa, el niño de las rodillas huesudas no podía dejar de pensar en todo lo que había aprendido. Sentía que el mundo era un lugar lleno de maravillas y secretos esperando a ser descubiertos. Esa noche, mientras se acostaba en su cama, miró por la ventana y vio la luna llena, brillante y majestuosa. Cerró los ojos y se prometió a sí mismo que seguiría buscando aventuras, sin importar cuántas heridas en las rodillas tuviera que soportar.
A medida que el verano avanzaba, las noches se volvían más cálidas y llenas de vida. En la calle Cardenal Cisneros, las familias sacaban sillas y mesas pequeñas, y compartían refrescos y dulces. Los mayores charraban mientras los niños seguían corriendo y jugando al escondite.
La hierba gallina crecía en las esquinas, y el niño de los pantalones cortos, con su curiosidad innata, se agachaba a examinarla. Le fascinaban esas plantas que parecían surgir de la nada, verdes y pegajosas. Nacían incluso en las grietas del pavimento. Recogía unas ramas con sus manos cada vez más sucias y las lanzaba al aire, viendo cómo se dispersaban con el viento suave de la noche.
El reloj de la iglesia marcaba las horas y, poco a poco, las familias se retiraban a sus casas. El niño de las rodillas huesudas y sus amigos eran los últimos en regresar, agotados pero felices. Mientras caminaban de vuelta por la calle La Capitana, levantó la vista al cielo y vio una estrella fugaz. Cerró los ojos y pidió un deseo, aunque no podía imaginarse un lugar más perfecto que su propio hogar en aquellas noches de verano.
Las luces se apagaban una a una, y la luna seguía su curso, ahora más alta y brillante. Con su rifle de balines al hombro y las rodillas aún más raspadas, el niño se despidió de sus amigos y entró en su casa. Su madre lo esperaba con un vaso de leche, una sonrisa y tres gritos: «¿Ande te has metío? ¡Toa la noche… que vas hecho un Cristo! ¡Malsujeto!».
Mientras se quitaba los zapatos, sintió una paz profunda y se durmió como se duerme un bebe en los brazos de la vida misma.
La infancia de aquel niño, con sus noches y días llenos de aventuras, era un tesoro que guarda siempre para sacarlo sólo en los días de dolor y tristeza: libre por las calles, trotando, corriendo y saltando con el sudor en el pelo, los pantalones manchados, las rodillas ensangrentadas y una sonrisa en la boca de oreja a oreja.
Pocas veces se está en comunión con uno mismo tan intensamente.
Reconozco a ese niño, soy yo, o tú, o cualquiera de nosotros, felices, corriendo por las calles de Buñol en agosto, sin preocupación alguna.
Alejandro Agustina Cárcel
Aprendiz de todo y maestro cuando aprende