martes, 24 de febrero de 2015

Todo es según, sobre, tras...


Nos pasamos la vida interpretando lo que nos dicen los sentidos convertidos en sentimientos, en emociones, en deseos y en experiencia fundamentalmente. El conocimiento y la razón los filtran hasta convertirlos  en acción, hacia el hecho. Parece un proceso sencillo pero no lo es, al menos, a los ojos de la conciencia. 
Preguntarse cuestiones complejas suele aburrir o agobiar por lo que intentamos evitarlo en el día a día. Cansa y mucho, aún cansa más y agobia, hasta límites muy desagradables, cuando intervienen en diatribas varias personas, y aún más si esas personas no se tienen especial aprecio ó son opositores, el diálogo se suele convertir en incomunicación y por consiguiente en no convencer, ni aunque la objetividad o la obviedad recaiga hacia una de las partes con toda claridad. ¿Quién es capaz de escuchar a otro mientras dice lo contrario de lo que piensa con la intención de engañarnos o manipularnos sin que las neuronas dirijan sus estímulos directamente a la vena o a la voz? Pues curiosamente la mayoría de nosotros. Vivimos situaciones como ésta a diario y las vamos aceptando por aquello del qué dirán o por miedo al rechazo, lo aceptamos como algo inevitable, como si se tratara de una ley no escrita, como tantas, que cumplimos sin aparentemente pestañear. Lo que “conviene” va desgastando mucho, cuanto más andas por este mundo más te das cuenta. Los ideales que creímos tener y quizá tenemos van pasando a los rincones más privados o al mundo de los sueños, de aquello que nos gustaría pero no hacemos porque algo dice que no debemos, nos dan miedo las imaginarias consecuencias, el “deber ser” ha hecho estragos en sociedades judeocristianas como la nuestra. Cuando evitamos la confrontación mientras somos atacados o dejamos pasar por alto cuestiones esenciales ahogamos los ideales en pro de un bien mayor y entre tanta condición, los individuos quedamos relegados a la función de masa como diría Ortega, adaptándonos a una sociedad tremendamente injusta. Los años no pasan sin dejar huella y el hábito -que no la experiencia- no siempre es un aliado sano, muchas veces determina una forma de vivir contraria a nuestras convicciones más profundas y es entonces cuando algo se rompe en nuestro interior. Erosionamos así o fracturamos todo aquello que nos hace únicos sin  darnos cuenta. Cada vez que aceptamos la realidad sin cuestionarla ni un ápice estamos dejando algo de nosotros mismos por el camino. El resultado suele ser el desencanto, la desilusión y la pérdida de las motivaciones que cada uno de nosotros necesitamos para dar sentido y dignidad a nuestras vidas. 
Hace relativamente poco me contaba un amigo que para conseguir un trabajo de comercial le “aconsejaron” cortarse la coleta que llevaba muchos años y que para él era una seña de identidad. Este hecho convertido en metáfora es práctica habitual en otros sentidos y sin duda es una manera de retorcer las columnas que nos sostienen, consiguiendo en demasiadas ocasiones balancear nuestro propio edificio.



Vivimos actualmente una época difícil y convulsa en lo social, desde la susodicha crisis económica, pasando por los movimientos sociales hasta llegar al poder y a la política, todo se mueve a una velocidad vertiginosa que consigue que muchos de nosotros veamos la realidad desde una especie de televisión no virtual en la que la sensación de inseguridad nos conduce inevitablemente al miedo, es en este instante en el que caemos en la trampa de aceptar sin más, como si nada tuviésemos que decir o hacer para cambiar la realidad siempre construida desde las otras conveniencias, como si no pudiéramos ser actores principales y hubiésemos perdido la capacidad de agarrar la riendas e intentar dirigirnos hacia donde creamos es mejor para todos, entre otras cosas, porque lo que es bueno para uno tendría que ser bueno para todos. Principio por el cual las cosas podrían mejorar muchísimo.
Pero en la realidad esto no ocurre así, lo que ocurre es que entramos en la relativización pura, todo es según los ojos que lo miran, la verdad no existe, ni los hechos objetivos, ni las causas ni las consecuencias, solo existe una serie mezclada de interpretaciones en lo político y en lo económico que nos envuelve en una niebla como diría Unamuno. 
La niebla no nos deja ver del todo, en muchos casos creo que hasta nos interesa que exista para evadirnos y no sentir la vergüenza ni el dolor en directo al ver a las personas que desahucian, ni a los que duermen en los cajeros, ni a los que dependen de sus padres y abuelos, ni a los que no tienen trabajo, ni a los que no tienen ningún ingreso, ni a los niños que sienten la tensión, la ansiedad y la tristeza de sus padres, ni como nos obligan a vender nuestra dignidad por billetes acuñados en nuestras propias instituciones… o al ver a esas personas que viajan en pateras jugándose la vida y el trato que les damos al llegar a la tierra de las oportunidades… desde una vida aún más inhumana y cruel. 

Claro está que todo es según… sin (dinero), sobre(las personas) y tras(la ambición del poder y el tener), pero esto al parecer es otra historia en el mundo de las estadísticas, la información y los medios. Todo parece tan virtual, tan lejano, tan difuso, cuando no se escuchan los gritos, los llantos, la angustia y el sufrimiento entre tanto ruido, entre tanta palabrería a debate.

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