Aquella mañana, al amanecer, se fue a navegar. Llegó al amarre con los primeros rayos de luz. Olía a gaviota y se oían los peces chapoteando cerca del barco. Samuel tenía un pequeño velero, seis metros de eslora, dos velas y un motor de gasolina con los suficientes caballos para hacer travesías medias sin viento y sin repostar.
Aquel día se levantó enfadado, no había podido convencer a nadie para que le acompañase y no le gustaba salir solo al mar. La soledad en algunas circunstancias puede ser muy peligrosa.
Quitó la lona y abrió la puerta del camarote, seis escalones y llegaría a la nevera para dejar las provisiones que llevaba para pasar el día. Al llegar al penúltimo escalón resbaló y cayó al suelo de bruces, golpeándose en una ceja y en la nariz con el extremo de la mesa. Sintió un dolor agudo, mientras las bolsas de la compra se desparramaban por el pequeño salón del barco, unas cuentas gotas de sangre y casi un litro de buen vino recorriendo en pequeños movimientos el suelo en el vaivén típico de la mar.
Se enfureció tanto que acabó riéndose como un loco para poder contrarrestar tanta ira acumulada desde que se había despertado aquella mañana. Pensó al levantarse del suelo: “¡Vaya mañanita! Y dijo para sí mismo: “¡Buenos días Samuel!
Recogió las bolsas manchadas de vino y sangre, sacó su contenido y lo metió en la nevera. Limpió de líquidos con una bayeta el suelo de madera y barrió los cristales. Después se fue al minúsculo aseo y miró detenidamente en el espejo la herida de la ceja que no paraba de sangrar, su nariz parecía aumentar de tamaño por momentos. Limpió la herida con alcohol, luego se puso un poco de Betadine y selló con un espray ultramoderno la herida. Dejó de sangrar, todavía no dolía demasiado, pero se sentía levemente aturdido. Decidió dejarse caer sobre la litera y descansar un poco hasta recuperarse. Se quedó dormido.
La noche anterior había cenado con unos amigos. Dos de ellos se habían enzarzado en un discusión extrema que produjo un silencio conveniente pero sorprendente, el ambiente se podía cortar, toda la mesa se sorprendió, sobre todo, del exceso y la severidad con las que ambos se trataron. A todos les pareció muy extraño, a Samuel no. Estaba acostumbrado a vivir situaciones límite. Las situaciones límite enseñan mucho, únicamente dejan de ser aconsejables por su extremo dolor. Cuando se viven muchas y a menudo, algunas personas adquieren una perspectiva diferente, capaz de perdonar incluso lo aparentemente imperdonable.
Fue después de la disputa cuando Samuel, con la intención de romper el hielo, propuso a todos sus amigos salir al día siguiente a navegar. Nadie se apuntó. La sensación era más bien la de salir corriendo ante una situación tan desagradable. Cada uno buscó su excusa. Impera en estos casos una ley no escrita, ni siquiera reconocida: Castigar a cualquiera sin motivo alguno (todas las emociones en ese momento están bloqueadas menos una) y huir de situaciones desagradables.
Samuel intentó rescatar al grupo de todas esas emociones, pero acabó siendo castigado. Hay que aprender cuando hablar y cuando callar. Arte nada fácil para esas personas excesivamente sensibles que se inundan fácilmente con los sentimientos de los demás.
Al cabo de casi dos horas se despertó, el dolor ahora era muy intenso. Volvió a mirarse al espejo y observó una gran hinchazón en la nariz, labio superior, pómulo izquierdo, ceja y párpado, también izquierdos. Incluso se asustó un poco con toda aquella deformidad.
Pensó que le sentaría bien comer algo. Había comprado unos tomates maduros valencianos, pan recién hecho muy crujiente y lomo de cerdo. Le encantaba un buen bocadillo de lomo a la plancha con un tomate abierto y sal de buena mañana. Encendió el fuego y lo preparó. Disfrutó mucho con el almuerzo y cumplió con sus objetivos, se sentía mucho mejor. Creo que también ayudó un gramo de Paracetamol que bebió disuelto en un gran vaso de agua entre bocado y bocado.
Encendió un cigarrillo. ¡Qué bueno para un adicto tragar humo después de almorzar!
Durante un rato estuvo pensando y analizando todo lo sucedido la noche anterior y a la vez, si debía o no debía salir a navegar solo tal y cómo se encontraba.
Terminó el cigarrillo y todavía no había llegado ninguna conclusión ni decisión.
Salió a cubierta y miró el mar: Estaba tranquilo, la luz de la mañana lo teñía de un verde que le recordó a su padre, una suave brisa rozaba sus heridas, recordándole los hechos pasados. Durante varios minutos quedó ensimismado.
Al volver ya tenía una pregunta y una decisión tomada.
La pregunta era: ¿Con quién vas a discutir si no es con alguien que te importa o por algo que te importa?
La decisión le llevó a soltar amarras, arrancar el motor y a ralentí salir muy despacio del puerto hasta encontrar buenos vientos con los que recuperar lo perdido.
En pocos minutos comenzó a sentirse bien, ni siquiera el dolor de las heridas fue capaz de cambiar su estado de ánimo.
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