Una vez, en un piso antiguo, encontró una fotografía y una carta. Estaban tiradas en el suelo junto a otro puñado de fotos. Todas de personas y en blanco y negro. De entre todo el manojo escogió una que tenía una mancha oscura del revelado y la carta, única entre todos esos papeles. No supo exactamente por qué pero se las llevó, sintió como si de un rescate se tratara. Supongo que le movió la compasión. La emoción, que aún no teniendo nada que ver con esas personas convertidas en imágenes, creó la acción de intentar que no desparecieran. Rescatarlas del olvido. El olvido es ingrato. Unas personas más de entre millones que ya no están. Fueron seres humanos vivos. Entonces recordó las palabras de Víctor E. Frankl de su libro El hombre en busca de sentido: “Ningún poder de la tierra podrá arrancarte lo que has vivido. No ya sólo nuestras experiencias, sino cualquier cosa que hubiéramos tenido, así como todo lo que habíamos sufrido, nada de ello se ha perdido, aún cuando hubiera pasado; lo hemos hecho ser, y haber sido es también una forma de ser y quizá la más segura.”
En la imagen se veían tres personas en la puerta, los dos abuelos y una niña pequeña. La calle sin asfaltar, las sillas de boga, alpargatas, delantal y una parte oscura. Para él representaba el olvido.
Se guardó la foto y la carta en el bolsillo. Cuando llegó a casa sentía un intenso deseo de hacer algo para rescatarlas del olvido. Así lo hizo, tenía el fondo de un cuadro ya preparado. De inmediato le vino la idea. Pegó la foto en la esquina izquierda del cuadro y debajo de ella colocó estas palabras: “Persigue a las mariposas y nunca las atraparás. Contempla a las mariposas y vendrán hasta ti.” Después cogió un sobre, en el remite puso hoy. Desde hoy para ayer, escribió unas palabras dedicadas a ellos y quizá a todos. Las palabras eran éstas: “Hace unos días encontré una fotografía en el suelo. Antigua en la memoria, casi olvidada. Desconocida en el recuerdo. Tres personas extrañas que hoy siento muy cercanas. Un hombre, una mujer y una niña. Y una silla. Y una parte oscura: la más conocida. Ahora se que estuvieron juntos, se que estuvieron vivos. Fuera del papel, del blanco y negro. Y sobre todo de la parte más oscura.”
Todo esto fue el veintiuno de junio del año 2003. Desde entonces vivió en tres pisos diferentes y siempre el cuadro estuvo colgado de alguna pared. Fue para él como un símbolo para no olvidar nunca nada, absolutamente nada, verdaderamente importante.
Pensó lo ingratos que somos muchas veces, demasiadas, con los ancianos, con los recuerdos, con los orígenes. Lo difícil que es también muchas veces comunicarse de generación en generación. Sintió angustia pensando cuánto sufrimiento sin sentido, cuánto dolor puede causar lo mamado mal entendido, cuánto daño puede uno hacer y hacerse sin darse cuenta.
Pero no pudo quedarse con lo negativo, nunca podía. Desde algún lugar en lo más profundo de sí mismo afloraba siempre un sentimiento, quizá una intuición, que le conducía siempre a una sonrisa interna. ¿Qué sentido tendría la vida si no?
Aquel día, después de colgar el cuadro, sonrío y se sintió especialmente bien.
Le quedaba la carta. Estaba encima de su escritorio. La miraba dudando si tenía derecho a leerla. Así estuvo durante un buen rato, de hecho no la leyó hasta el día siguiente. Llegó a la conclusión de que si había ido a parar a sus manos algún significado tendría. Se dijo: “No la busqué, el azar me la entregó”. La verdad es que no estaba muy seguro de esto último.
Sacó varias cuartillas manuscritas del sobre y se puso a leer despacio. Era una hermosa y sencilla carta de amor fechada en la primavera del año mi novecientos trece. El papel amarillento sobre tinta negra y letra gótica imprimían a aquel acto carácter de rito. En algunos momentos se sintió como un intruso leyendo las intimidades de dos personas desconocidas, aunque las semejanzas con algunos momentos de su vida le invitaban a seguir leyendo como si fuese parte de aquella carta llena de emociones, de borbotones de sangre que conformaban palabras.
Lloró varias veces imaginando. Recorrió el pasado a la velocidad de la luz y con toda su intensidad. Revolvió cada baúl, cada cajón, cada caja, cada armario… y encontró todo aquello que estaba leyendo en las palabras de otros. Tuvo miedo de tanta similitud.
Al terminar de leer la carta se quedó un buen rato pensando, durante todo ese tiempo también estuvo contemplando el cuadro aún estando de espaldas a él. Lo tenía grabado en su memoria como en una imagen fotográfica. El silencio de la noche en invierno lo acompañaba como un aliado perfecto. Suspiró varias veces y hondamente, como renovando no solo el aire de sus pulmones, necesitaba más, quizá limpiar todo lo que tenía dentro. No lo consiguió. Nunca se consigue del todo.
Dobló y guardó cuidadosamente la carta, con el tacto y el respeto que se debe a lo ajeno y a la vez, con la sensación de haberlo hecho propio. Tan propio que se imaginó sentado en aquella silla, al lado de aquella mujer y aquella niña; anciano y tranquilo, muy tranquilo, como un niño con los deberes hechos, bien hechos.
A la mañana siguiente había desaparecido. Lo buscaron durante meses. Nunca lo encontraron. Aquel cuadro sigue colgado en la pared y en la fotografía no hay ninguna mancha oscura, solamente cuatro personas sentadas sosegadamente en la puerta de su casa.
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