Hace algunos días vi una película. Les contaré el final aunque no se si se debe o es de mal gusto: La cámara sigue a la protagonista, una bella jovencita, recorriendo el camino de entrada al cementerio. Llega a la tumba de su madre y deposita unas flores y un libro-primer plano-, inmediatamente hace un barrido lento hacia la izquierda y nos sorprende con la sepultura de su recientemente descubierto padre y una frase esculpida en la piedra: “Si hubiese escrito mi propio epitafio sería éste: “Tuve una riña de enamorados con el mundo”. Robert Frosth. Yo hubiese dicho con la vida. El sentido de la frase, multiplicado por las imágenes, más el contenido de toda la película, llena de aforismos en el diálogo, me resultaron sumamente sugerentes. La sutileza del autor, la simplicidad y la belleza de la oración me inclinaron hacia el placer y la reflexión, todo ello envuelto en un halo que solo puede conseguir la imagen y la palabra. Símbolo de lo más esencialmente humano, al menos como yo lo entiendo.
Pensé en lo que se siente al enamorarse de una persona y traté de ampliarlo a enamorarse de todo lo vivo, generó en mi imaginación un retrato muy hermoso. Pensé en Frosth y en el mundo: ¿A qué mundo se refería? También pensé en la muerte como única certeza: la nada o qué se yo… recordé la frase de un filósofo griego cuyo nombre no recuerdo ahora: La muerte es la nada para qué preocuparse… También pensé en el cabreo, odio, ira que se produce en nuestras emociones cuando en la vida no ocurre lo que uno(a) espera, quizá sí mencionar la brutal sensación… cuando los hechos no se corresponden en nada con nuestros deseos más fervientes. Fracaso y decepción, los más grandes y potentes motores emocionales. Su influencia en el comportamiento de las personas es más o tan importante que el producido por el amor, el dinero ó el poder.
Miré al pasado, como siempre con ojos extrañados, y encontré esas razones que validan con hechos lo sentido. Pensé que podría ser todo una gran locura. La cordura y la locura están tan cerca como el amor y el odio. Pensé en los días vividos como dagas que rasgan la piel hasta encontrar lo que más duele. Espinas construidas sobre las que caminamos a la vez que contemplamos un atardecer blanco ó un amanecer rojo.
Desde Carcalín se ven las luces de la ciudad recorriendo un horizonte oscuro. Una línea de luces en orden que confrontan los silencios y el sonido de los grillos con el ruido y los bocinazos de personas rozando la histeria. También el aire fresco y limpio de la montaña con el denso y caliente aire de la ciudad en verano. La sensación y la conclusión es que te quieres quedar para siempre, pero no lo haces… por qué. Disfrutar del estado de gracia que es sentarse en el porche de la casa y a distancia de todo lo que crees que te angustia, te cansa o te hace daño. Una gran e ingeniosa mentira en la que irremediablemente caemos casi todos para no hacernos responsables de nuestra vida.
Un zorro joven nos visitó esta tarde, con sus orejas de punta y su hermosa cola, nos hizo recordar quiénes fuimos y desde este punto de vista, lejano de la realidad diaria, quién eres. Y uno vuelve a sentir lo fácil que es enamorarse de la vida. También lo fácil que es decepcionarse con ella hasta odiar su día a día. Así se consigue estar reñido con el mundo, reñir y reñir cada mañana con la vida. Todo enamoramiento parece tener esas dos caras. Se diría que son caras de una misma moneda, fuerzas antagónicas pero necesarias: “Los contrarios se necesitan”… Se supone que no existiría la paz sin la guerra, el amor sin el odio, lo bello sin lo feo, el placer sin el dolor, la vida sin la muerte… y si existieran, ¿cómo los distinguiríamos?
He abrazado cientos de miles de veces a la vida y he visto hacerlo millones de veces a otras personas. Nos acercábamos a ella con los brazos muy abiertos y los ojos muy cerrados sin saber que nada hay sobre la tierra que no obedezca a su propia naturaleza. Creyendo que amando unilateralmente llegaríamos al corazón de la vida, pero la vida desconoce el lenguaje de las emociones o quizá lo conoce tanto que no lo quiere, lo repudia como a un traidor que nos empuja hacia la trampa.
¿Quién no ha escuchado alguna vez decir lo injusta que es la vida?
Acaso no es injusto que un león se coma a un cervatillo ó que un volcán destruya todo lo vivo en diez kilómetros a la redonda o que la enfermedad lleve a cualquier persona a la muerte o que millones de niños mueran de hambre o…
La vida es muy injusta porque nosotros lo humanizamos todo. Aportamos valores morales que no existen en la naturaleza. La perfección y el ideal son los más relevantes.
¿Cómo pues podemos enamorarnos de un ser tan injusto?
Nos enamoramos de todas sus maravillas para después odiar todo aquello que no coincide con nuestros propios deseos. La lucha es incesante e inagotable- también con las personas-, no acaba nunca porque nadie ni nada va a poder cambiar su naturaleza.
Nos pasamos la vida, como Don Quijote, luchando contra gigantes que no existen y si existen solo son en nuestra mente. Habría que ir pensando hacia dónde orientar toda esa energía que se convierte en decepción, desilusión y decrepitud, para convertirla en una fuerza positiva que nos lleve a conocer nuestra propia naturaleza.
Sería un buen comienzo.
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