domingo, 24 de mayo de 2009

हिस्तोरिया दे उन Oliva

Hace algunos años oí decir a Sanchez Dragó, en uno de sus programas televisivos, que una sola oliva contiene la cantidad de sal que necesita el cuerpo humano para un día. Desde entonces, cuando me como un plato de olivas entero, siento que he hecho un exceso. Me imagino atiborrado de sal y maltratando mi continente.
Conozco a un par de personas que les da grima, quizá asco, las olivas. En todo caso, ni las prueban. Por lo tanto no se atiborran de sal, ni tienen esos sentimientos de culpa que me invaden al degustar con deleite ingentes cantidades de olivas.
Curiosamente el ingrediente estrella de la dieta mediterránea, considerada de las más sanas y completas del mundo, es el aceite de oliva.
Cuando pronuncio la palabra Oliva siempre me viene a la cabeza Olivia, la mujer de Popeye, que curiosamente obtenía sus poderes con espinacas y para más inri, en lata, es decir en conserva. Nada de espinacas recién cogidas de la huerta. Eran otros tiempos.
Hace cuatro o cinco años visité junto a un buen amigo a mi primo Paco. Por esa época y por motivos profesionales vivía en Jaén. Estuvimos alojados en su casa que estaba situada en el barrio antiguo, calles estrechas y cuestas, las primeras impresiones unían aquel lugar con nuestro lugar de nacimiento. Todo se hizo muy familiar-nunca mejor dicho- si además le añadimos la primera salida con el Gato que también es de nuestro pueblo. Visitamos la ciudad, sus alrededores y otros pueblos como buenos turistas y recorrimos algunos pubs y discotecas en busca de ese encuentro que todos imaginamos, mientras reíamos, charlábamos y mirábamos. Sabemos, al menos, que pese a que todos deseamos pasarlo bien, muy pocos dejan que les ocurra. Suele darse esta paradoja muy a menudo. Buscas felicidad y acabas con acidez de estómago y dolor de cabeza. Fue un fin de semana muy divertido, nos reímos mucho y volvimos sanos y salvos.
El último día, como es tradición en cualquier turista accidental, tocó ir de compras. Naturalmente el producto estrella de la zona es la oliva, por lo tanto compramos aceite de todas las formas y maneras. Especialmente me gustó un virgen extra embotellado en miniatura y con tapón de aquellos de las antiguas gaseosas. Todavía conservo medio centímetro y más de una vez me ha salvado de comer un trozo de pan sin mezcla mientras paseaba por alguna montaña. Llevar sal y aceite en la mochila te asegura la supervivencia.
Al salir de Jaén y durante muchos kilómetros, me di cuenta (no me percaté a la llegada puesto que era de noche) que todo lo que no era carretera, camino ó construcción estaba convertido en un campo de olivos. No solamente las parcelas llanas, también pequeñas montañas que se juntaban con el cielo dando una sensación de cuento encantado. Me maravilló el cuidado y el esmero de esos campos. Ni una yerba, los verdes inmensos y los árboles perfectos, en orden, en volumen y en hilera. Cada tronco, cada rama, cada hoja, cada fruto parecía dibujado, sacado de un cuadro de Antonio López. Pero la realidad siempre supera a la ficción(o quizá no… qué se yo). Me quedé absorto mirando esa obra humana.
Pedí permiso a mi compañero de viaje mientras dormía, paré el coche y me acerqué a contemplar los frutos de aquellos árboles fantásticos. Miré durante un buen rato hasta elegir una oliva entre miles, millones quizás. Allí estaba, perfecta, verde como el color verde cuando recibe la luz del atardecer en el campo, carnosa y redondeada y deseada como Mónica Belucci en un primer plano de cualquiera de sus películas, sujeta a la rama como una madre sostiene a su bebé en brazos. Dudé hasta separarla del árbol, tanta belleza remueve lo poco que aparentemente queda de animal en las personas. Al final lo hice, suavemente, con delicadeza, como si de un rito iniciático se tratara, o mejor, al descubrir una emoción en lo más profundo de uno en comunión con la naturaleza. Fue una sensación estupenda y reconfortante, consiguió reconciliarme conmigo mismo y con la vida durante un buen rato.
La coloqué encima de un pañuelo en el salpicadero del coche, no desperté a mi amigo, se hubiese roto el hechizo, y nos acompañamos todo el viaje hasta llegar a las tierras del naranjo y el algarrobo.
Durante días no supe qué hacer con ella, nada me parecía suficiente para su destino. Llegué una noche imprecisa a mi casa, me encontraba cansado y también mezquino por qué no decirlo, coloqué tierra húmeda en una maceta e introduje en la tierra lo que de la tierra era. Así me quedé conforme. Tardó mucho tiempo en responderme. Ahora vive conmigo a diario, me gusta, mejor, me encanta, retozar con el verde cuando los gritos suenan adentro por cualquier desmesura.
Nada hay como sentir lo propio en lo ajeno y dejarse fluir con una oliva desde la locura más importante.

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