domingo, 3 de enero de 2010

El Gran Masai

Mientras el Año Nuevo y los Reyes Magos se apropian de nuestras mentes y todo se supone alegre y festivo, un viento antiguo y frío recorre las calles vacías de personas con dinero. Los pocos árboles que quedan sobre el asfalto se mueven débiles como la luz de una vela antes de apagarse.
En el mundo millones de personas, y en la ciudad unos miles de soñadores de todas las razas y colores buscan su suerte entre hambre y calles asfaltadas con sueños básicos que los otros vivimos con la naturalidad que nos ofrece el estado del bienestar. Nuestros hijos nacen con derechos que muchos otros niños no tienen y probablemente morirán sin tenerlos y sin llegar a viejos. Las estadísticas te revuelven las tripas hasta lo increíble.
Imagino que en estas fechas se acuerdan de sus abuelos, padres, madres, hermanos y amigos, probablemente se deberían también acordar de la madre que nos parió a los occidentales, aunque me temo que ni siquiera nos responsabilizan de tanta injusticia.
Salgo de casa la mañana del último día del año, como cada día me encuentro a una veintena de africanos -más o menos- intentando aparcar coches que no necesitan sitio. Durante todo el día, en turnos eficientes y no carentes de alguna disputa a gritos en un lenguaje que no entiendo aunque creo comprender, los compañeros del gran Masai, agitan los brazos de abajo hacia arriba, en busca de una mirada afirmativa que les proporcione las propinas en metálico con las que intentarán cubrir sus mínimas necesidades. Cada día, haga frío, llueva o un viento fuerte sacuda sus valientes y precarias vidas ahí están, puntuales como el sol.
Los he visto jugando con una pelota como niños, durmiendo en un banco del parque muertos de frío, comiendo de pié, meando en la calle, charlando en parejas o en pequeños grupos, borrachos como una cuba tambaleándose seguramente con el propósito de caerse para volver a levantarse, los he visto mirando al sol del mediodía después de una semana de lluvias y heladas, también los he visto riéndose en grupo, discutiendo e incluso dándose de hostias por su derecho a un trabajo al parecer nada digno.
He visto a vecinas asustadas por su sola presencia, vecinos indignados, policías día sí y día también pidiéndoles papeles, conductores histéricos que buscan donde aparcar su automóvil, su penosa vida y su mala leche. Personas quejándose al sentirse obligados a pagar con unas monedas un servicio tan innecesario, unos por miedo, otros por si acaso, otros por compasión y alguno que otro se enfrenta a ellos como enemigos.
He visto todo esto y mucho más, escenas muy humanas y otras sumamente denigrantes. Son oscuros como la noche y su sonrisa limpia y clara como el día. La mayoría sonríen poco y miran como fantasmas ajenos a nuestras vidas, excepto para alzar sus brazos durante muchas horas e indicar el lugar donde hay un aparcamiento libre.
El gran Masai es distinto. Se sienta sobre un bolardo mirando al cielo, erguido como un rey, nunca agita las manos, ni está ajeno a nada de lo que pasa a su alrededor (he pensado muchas veces que es el líder del grupo), el primer día que me di cuenta salía a pasear con mis hijos, al llegar a su lado, con una nostálgica sonrisa, me dijo que él también tenía dos en su país. Le devolví la sonrisa y me fui imaginando todo lo que ese hombre habría tenido que pasar hasta llegar a nuestro país en busca de los derechos y oportunidades negados en el suyo. Imaginé el contraste entre lo imaginado y la realidad en la que vive a diario. Imaginé a sus hijos sin el cuidado de su padre mientras miraba a los míos faltos de nada. Me avergoncé.
El gran Masai no es grande, ni siquiera creo que sea masai, aunque para mi lo es. Es un rey, una persona llena, plena de dignidad, orgullo y amor propio. El ser humano por excelencia, aquel que está dispuesto a pagar el precio más alto por intentar conseguir una vida digna para él y los suyos.
En estos días tan familiares, llenos de excesos, fraternidad e hipocresía no he visto a nadie que haya venido a ayudarles, nadie que solucione esta barbaridad, como tantas otras, solo he escuchado a algún que otro político decir que iban a endurecer las medidas contra los gorrillas. Hasta el nombre tiene un toque despectivo.
Estuve un rato pensando, un buen rato, en estos días de asueto y excesos he tenido tiempo, entre bocado y bocado, trago y trago, sonrisa y tristeza, pensé en cómo se les podría ocurrir a nuestros inteligentes políticos castigar a una persona que ha sufrido y pasa tanto a diario. Y entonces, no pude sino recurrir al humor, a un chiste que me contó hace muchos años un gran amigo mío que sabe mucho sobre el sufrimiento, terminaba así:
¡Cómo no me den por el culo!

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